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Escribir con las manos

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Escuchemos a Jaques Derrida, empedernido y retruecanizante pensador de la escritura, hablar no ya sobre ésta sino sobre el escribir propiamente dicho:

«Empecé escribiendo con pluma de palillero y le fue fiel durante mucho tiempo y no escribía “a máquina” más que las versiones finales, en el momento de la despedida. La máquina deja una señal de separación, de destete, es el trámite para la emancipación y la partida hacia el espacio público. En aquellos textos que me importaban mucho, en aquellos con los que experimentaba el sentimiento un poco religioso de “escribir”, rechazaba incluso la estilográfica. Mojaba en tinta un gran cortaplumas con la punta ligeramente encorvada, propia de cierto tipo de pluma de dibujo, y los borradores y versiones preliminares se multiplicaban antes de fijarlos en mi primera Olivetti de teclado internacional que había comprado en el extranjero. Todavía la guardo.

«(…) Después fui escribiendo cada vez más “a máquina”, me refiero a la máquina de escribir mecánica, luego con la máquina eléctrica en 1979, y por fin me entregué al ordenador en 1986 ó 1987. Ahora ya no puedo prescindir de mi pequeño Mac, sobre todo cuando trabajo en casa. Ni siquiera me acuerdo ni comprendo ya cómo podía arreglármelas sin él. Es otro modo de organización, otro planteamiento del trabajo completamente distinto. (…) Con la máquina de escribir o el ordenador no se prescinde de la mano sino que se entra en función de otra mano, otro mando, otra inducción, otra orden del cuerpo a la mano y de la mano a la escritura.

«(…) No es la mano la que marca la diferencia entre el instrumento-pluma o el instrumento-lápiz por una parte y las máquinas por tora, puesto que la mano, en ambos casos, está presente y permanece en la obra. Los dedos también entran en juego y trabajan más y en mayor número, si bien es cierto que se manejan de otro modo. Con la máquina se usan más dedos y las dos manos, en vez de una. Todo esto formará parte, aún durante un tiempo, de una historia de la digitalidad.»

Estas declaraciones —se trata de una entrevista en La Quinzaine Littéraire en agosto de 1996, en edición de Cuatro Ediciones, Valladolid, 1999— vienen precedidas y trufadas de comentarios (que he eliminado por mor de la brevedad en las citas) sobre lo que Heidegger llamaba Handwerk, el trabajo manual del que la escritura era ejemplo excelso y para el que Heidegger suponía que un teclado era obstáculo o, en el peor de los casos, muerte casi segura. Que Heidegger le tenía manía a todo lo que oliese a progreso tecnológico es cosa bien sabida y seguramente tomaba todas sus notas a mano. Quién sabe (seguro que hay alguien que lo sabe) si escribió Ser y Tiempo con pluma y después algún desafortunado ayudante tuvo que pasarlo a máquina. En cualquier caso, Derrida no compartía el prejuicio heideggeriano que heredó gran parte de la hermenéutica contra esos inventos del diablo que son las máquinas; casi nadie lo hace ya, pero a veces sobrevive bajo otras cuestiones y reaparece bajo otros disfraces, como cuando uno se pregunta si se puede escribir poesía con un teclado en vez de agarrando una pluma como si la vida fuese en ello, presa el poeta de una inspiración venida del más allá.

En realidad, y esto tiene que ver con una cierta mala conciencia por parte del escritor hacia su oficio (tema que ya ha asomado en alguna ocasión por estos lares), suele reaparecer como una suerte de experiencia de autenticidad de la escritura, ligado a lo que Derrida se refería como “el sentimiento religioso de la escritura” y que tiene que ver con una cierta ética del sufrimiento del poeta. Yo mismo me he engañado muchas veces al respecto, pensando que la escritura a máquina me permitía ver el trabajo expurgado de todo el sufrimiento que a veces conlleva. Un texto en una pantalla no tiene las huellas de los tachones, de la reescritura, los borrones que encubren elecciones equivocadas, las manchas que uno mira durante horas porque las palabras no fluyen, las leves ondulaciones que el sudor de las manos torpes causan en el papel; todas esas cosas que le recuerdan a uno lo mal que lo pasó la última que quiso ponerse a escribir y el asunto no salió bien están ausentes en el texto electrónico y por eso, llegué a pensar, prefería escribir a máquina: despejada la memoria del mal rato y la amargura, el ánimo para volver a intentarlo sería más fácil de reunir.

Pero todo eso son estupideces. Estupideces verosímiles, desde luego, pero excusas tontas que no engañan a nadie por mucho tiempo. Prefiero escribir a máquina porque me gusta más así, porque me es más cómodo, y punto. No necesito pátinas de sufrimiento, ni rituales de auteur, ni muestras de autenticidad esencialista (¿y acaso no era Heidegger el abanderado por antonomasia de aquello que Adorno llamó la jerga de la autenticidad?). Escribir puede ser cómodo y debe ser cómodo si es tu trabajo. A veces, si el día es bueno y la fortuna sonríe, puede ser fácil y divertido como todas las cosas buenas de la vida.


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